Asun Paredes

Este es mi pequeño espacio para compartir las historias que se me pasan por la cabeza con quien quiera entrar.

sábado, 30 de septiembre de 2017

CAMBIO DE ESTACIÓN



Este fin de semana decidí que ya no podía demorarlo más. El verano parece haberse marchado definitivamente y la lluvia no animaba a salir a la calle. De modo que me armé de paciencia y dediqué la tarde del sábado a guardar la ropa de colores claros en las cajas que durante meses habían custodiado jerséis, pantalones y prendas de abrigo. Entre ellas, en un rincón del altillo, encontré una más pequeña que las demás, en la que hace un año guardé con cuidado tu colección de pañuelos de seda. 
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Llegué sola, venciendo mis temores a enfrentarme a tu casa vacía. La mano me temblaba cuando metí la llave en la cerradura y le dí las tres vueltas para abrirla. 
Te parecerá una tontería, pero creí verte allí, sentada en tu eterno sillón, junto al que estaba el concentrador de oxígeno, esperando ser retirado por la empresa que nos lo trajo aquella tarde y del que renegaste cuando te dije que lo tenías que usar las veinticuatro horas del día. 
Imaginé tu voz cansada preguntándome por los niños, por los exámenes, por sus amistades, dándome consejos de abuela que a fuerza de repetirlos se me han grabado para siempre. A veces me sorprendo repitiendo tus frases más memorables.
Sentí incluso el tacto de tu piel, con esa sequedad que yo me empeñaba en paliar inútilmente a base de cremas que te extendía por los brazos y por las piernas. Qué poco te quejabas, ni siquiera durante la condena en aquella habitación del hospital de la que solo salías en la silla de ruedas empujada por un celador que te paseaba por los pasillos y los ascensores a hacerte todas aquellas pruebas  que nunca supiste pronunciar correctamente.
La peor sensación de aquel día no fue el vacío ni el silencio. Lo peor fue lo único para lo que no estaba preparada, porque nadie me había prevenido. Tu olor, que impregnaba todo: el reposabrazos del orejero, la almohada, las sábanas bordadas de tu ajuar, que a fuerza de lavarlas parecían traslúcidas. 
Cuando vacié el armario del dormitorio me pareció estar profanando tu ausencia al tocar la ropa que nunca dejaste que nadie acomodara en los cajones, ni siquiera yo. Siempre esperabas tener un momento de alivio para doblarla como llevabas haciéndolo toda la vida, convencida de que era la única forma posible. Me sorprendió cómo habías conservado los trajes, colgados en perchas idénticas con las camisas a juego, hasta el vestido color berenjena que te pusiste el día de mi boda, cubierto por una funda de tela. No imaginas cuántas bolsas llené de prendas anticuadas, que llevabas siglos sin usar, y que esa misma tarde llevé a los contenedores de la calle, para donarlas a quien todavía las pudiera utilizar. 
Dejé para el final el cajón de los pañuelos de seda, que conservaban intacto tu olor como si los hubieras usado hasta ese mismo día. Los saqué uno a uno y los extendí sobre la cama. El de tonos verdosos, que no te gustaba mucho pero que te  pusiste el día de tus bodas de plata porque iba a juego con la corbata de papá. El azul eléctrico con las cabezas de caballo en color rojo, grande y envolvente, que llevaste la primera vez que fuimos al hipódromo. Hacía tanto viento que salió volando, aún me acuerdo de las risas de papá y de tu cara de disgusto. El morado, mi preferido, el que te pedía cuando iba de fiesta. Tú dudabas, pero siempre cedías con la condición de no manchártelo con los cubatas que tanto te horrorizaban. El negro con lunares blancos, única excepción al luto riguroso por la abuela, que mantuviste a pesar de mis quejas durante un año completo en los vestidos y toda la vida en el corazón. Y el más nuevo,  rosa pálido, el que te regalé en tu último cumpleaños a pesar de tus protestas. Decías que para qué me había gastado tanto dinero, si ya casi ni salías a la calle, pero que al final te lo ponías en el cuello aunque solo fuera para ir al médico. 
Puedes estar tranquila, los he conservado todos, envueltos en papel de seda como me enseñaste. Ahora están sobre mi cama, junto a la ropa de otoño. Durante un rato he estado pensando con qué podrían combinar, pero no encuentro nada digno de ellos. 
Los he vuelto a doblar y los he colocado de nuevo en su caja, para que sigan manteniendo tu aroma de madre unos meses más.

4 comentarios:

  1. El paso del verano al otoño induce a la reflexión, también a mirar hacia atrás. Un relato contado con oficio y lleno de sensibilidad.
    Gracias por compartirlo.
    Un abrazo fuerte, Asun

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    1. Ángel, la verdad es que este es un relato en el que he volcado muchas vivencias y emociones personales.
      Todo un honor para mí que hayas venido a visitarme.
      Un beso.

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  2. Abrir algunos armarios es como viajar a esa parte del cerebro donde se almacenan los recuerdos. Resulta siempre doloroso, pero podría decirse que mientras los ordenamos y limpiamos también hacemos lo propio con nuestro interior más profundo y olvidado. Un gran ejercicio de reencuentro con muchas cosas que has plasmado espléndidamente.
    Enhorabuena, Asun.
    Un beso.

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  3. Me ha emocionado que hayas encontrado un paralelismo entre ordenar armarios y nuestros recuerdos. Comparto este pensamiento, cada objeto trae a la memoria las experiencias vitales que están unidas a él por el recuerdo.
    Un beso, Enrique.

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