Asun Paredes

Este es mi pequeño espacio para compartir las historias que se me pasan por la cabeza con quien quiera entrar.

sábado, 24 de febrero de 2018

TRATAMIENTO DE ÚLTIMO RECURSO

Aunque les parezca que su caso es único, les aseguro que yo lo veo a diario. Varón, quince años: no necesito que me den más datos.
Acné noduloquístico, hipertricosis facial, alopecia parietooccipital según los cánones de la moda, elongación de extremidades superiores e inferiores, tendencia a la cifosis dorsal, palidez cutánea, pabellones auriculares con múltiples perforaciones, fases de sobrepeso bulímico alternantes con crisis de vigorexia, hipoacusia selectiva a los consejos paternos, percepción auditiva perfecta a las alarmas del whatsapp, halitosis y disartria cuando regresa de madrugada, hipersomnia matutina, bipolaridad anímica, afasia si le interrogan por su rendimiento académico y amnesia sobre sus actividades diarias.
Como ya sabrán la medicina tradicional carece de terapias eficaces para su problema, pero nosotros estamos desarrollando un ensayo clínico aleatorizado que aún está en fase experimental. Los resultados provisionales son estadísticamente significativos. Si firman el consentimiento informado procederemos al internamiento inmediato en nuestro hospital. Los padres que han aceptado participar en el estudio ya no quieren volver a sus casas.


domingo, 7 de enero de 2018

LITERAL

En el fondo no me extraña nada.
De algún sitio me tenían que venir esas ganas permanentes de divertirme a toda costa. Luego está la falta de responsabilidad que me echan en cara los profesores del instituto, porque no me tomo en serio ni siquiera los exámenes. Y ojalá pudiera controlar esos ataques de risa que me entran sin venir a cuento.  Como cuando me metía en vuestra cama los domingos por la mañana y acabábamos los tres revolcándonos a carcajadas con cualquier tontería.
Yo pensaba que era por la adolescencia, pero el caso es que desde que te marchaste mi vida se está volviendo cada vez más descolorida, tirando a gris. 
Cuando le preguntan por ti, mamá dice que siempre has sido un payaso. A partir de ahora yo voy a dejar de defenderte, porque me he quedado sin argumentos.


Fotografía de Thomas Hoepker



viernes, 8 de diciembre de 2017

CARLOS



Ayer se cortó el pelo, tiró los pintalabios a la basura y rescató  la gabardina de hombre que guardaba en el armario, aún sin estrenar.
Hoy por fin ha salido a la calle con una fotografía suya en la mano, para que no hubiera dudas si se cruzaba con alguien de los que lo habían conocido como Carla.


Fotografía de Juliane Liebert

domingo, 12 de noviembre de 2017

AMORES QUE MATAN


Desde que se mudaron al barrio, él sólo tiene ojos para las gemelas. Ya no se cuela por las noches en mi dormitorio ni me hace sentir ese cosquilleo bajo la falda cuando me muerde en el cuello. Dice que son las criaturas más dulces que ha conocido en los últimos doscientos años. Ahora ellas están cada día más pálidas y yo me muero de celos, otra vez.
Fotografía: Hellen van Meene

sábado, 30 de septiembre de 2017

CAMBIO DE ESTACIÓN



Este fin de semana decidí que ya no podía demorarlo más. El verano parece haberse marchado definitivamente y la lluvia no animaba a salir a la calle. De modo que me armé de paciencia y dediqué la tarde del sábado a guardar la ropa de colores claros en las cajas que durante meses habían custodiado jerséis, pantalones y prendas de abrigo. Entre ellas, en un rincón del altillo, encontré una más pequeña que las demás, en la que hace un año guardé con cuidado tu colección de pañuelos de seda. 
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Llegué sola, venciendo mis temores a enfrentarme a tu casa vacía. La mano me temblaba cuando metí la llave en la cerradura y le dí las tres vueltas para abrirla. 
Te parecerá una tontería, pero creí verte allí, sentada en tu eterno sillón, junto al que estaba el concentrador de oxígeno, esperando ser retirado por la empresa que nos lo trajo aquella tarde y del que renegaste cuando te dije que lo tenías que usar las veinticuatro horas del día. 
Imaginé tu voz cansada preguntándome por los niños, por los exámenes, por sus amistades, dándome consejos de abuela que a fuerza de repetirlos se me han grabado para siempre. A veces me sorprendo repitiendo tus frases más memorables.
Sentí incluso el tacto de tu piel, con esa sequedad que yo me empeñaba en paliar inútilmente a base de cremas que te extendía por los brazos y por las piernas. Qué poco te quejabas, ni siquiera durante la condena en aquella habitación del hospital de la que solo salías en la silla de ruedas empujada por un celador que te paseaba por los pasillos y los ascensores a hacerte todas aquellas pruebas  que nunca supiste pronunciar correctamente.
La peor sensación de aquel día no fue el vacío ni el silencio. Lo peor fue lo único para lo que no estaba preparada, porque nadie me había prevenido. Tu olor, que impregnaba todo: el reposabrazos del orejero, la almohada, las sábanas bordadas de tu ajuar, que a fuerza de lavarlas parecían traslúcidas. 
Cuando vacié el armario del dormitorio me pareció estar profanando tu ausencia al tocar la ropa que nunca dejaste que nadie acomodara en los cajones, ni siquiera yo. Siempre esperabas tener un momento de alivio para doblarla como llevabas haciéndolo toda la vida, convencida de que era la única forma posible. Me sorprendió cómo habías conservado los trajes, colgados en perchas idénticas con las camisas a juego, hasta el vestido color berenjena que te pusiste el día de mi boda, cubierto por una funda de tela. No imaginas cuántas bolsas llené de prendas anticuadas, que llevabas siglos sin usar, y que esa misma tarde llevé a los contenedores de la calle, para donarlas a quien todavía las pudiera utilizar. 
Dejé para el final el cajón de los pañuelos de seda, que conservaban intacto tu olor como si los hubieras usado hasta ese mismo día. Los saqué uno a uno y los extendí sobre la cama. El de tonos verdosos, que no te gustaba mucho pero que te  pusiste el día de tus bodas de plata porque iba a juego con la corbata de papá. El azul eléctrico con las cabezas de caballo en color rojo, grande y envolvente, que llevaste la primera vez que fuimos al hipódromo. Hacía tanto viento que salió volando, aún me acuerdo de las risas de papá y de tu cara de disgusto. El morado, mi preferido, el que te pedía cuando iba de fiesta. Tú dudabas, pero siempre cedías con la condición de no manchártelo con los cubatas que tanto te horrorizaban. El negro con lunares blancos, única excepción al luto riguroso por la abuela, que mantuviste a pesar de mis quejas durante un año completo en los vestidos y toda la vida en el corazón. Y el más nuevo,  rosa pálido, el que te regalé en tu último cumpleaños a pesar de tus protestas. Decías que para qué me había gastado tanto dinero, si ya casi ni salías a la calle, pero que al final te lo ponías en el cuello aunque solo fuera para ir al médico. 
Puedes estar tranquila, los he conservado todos, envueltos en papel de seda como me enseñaste. Ahora están sobre mi cama, junto a la ropa de otoño. Durante un rato he estado pensando con qué podrían combinar, pero no encuentro nada digno de ellos. 
Los he vuelto a doblar y los he colocado de nuevo en su caja, para que sigan manteniendo tu aroma de madre unos meses más.

domingo, 20 de agosto de 2017

ROCINHA


Sonia se levanta con cuidado de no despertar al niño, que duerme en el catre a sus pies. João se revuelve en la cama, se ha pasado toda la noche roncando e inundando la pieza de un hedor a cerveza barata y a cachaza a medio digerir, gruñendo cuando el bebé lloriqueaba y ella lo tomaba en brazos para darle de mamar. Sigue haciéndolo, aunque sus pechos están cada vez más vacíos, porque le gusta notar el calor de su cuerpecito junto a ella. El resto del día comerá yuca y batata cocida, con suerte algunas tiras de carne seca, hasta que ella regrese por la tarde.
En el cuartucho de las hijas, Sandra tiene un golpe de tos silbante, los últimos días parece que está peor del pecho. Sonia la arropa con la manta raída, maldiciendo el aire frío y húmedo del amanecer que se cuela por el ventanuco sin cristal . Un mes hace ya desde que los chicos de la calle lo rompieron de una pedrada una noche, para llamar la atención de Teresa y hacerla salir a la puerta en camisa de dormir. Un mes pidiéndole a João que lo repare, sin ningún éxito. No se lo reprocha. Desde que lo despidieron de la fábrica se pasa el día en la taberna y ya ni siquiera la toca cuando ella se acuesta  pegada a su costado, buscándolo para sentirlo cerca.
Se viste casi a oscuras en el baño porque otra vez se ha vuelto a fundir la bombilla del techo, mientras escucha a Teresa canturrear, limpiando los cacharros de la cena. Ella siempre está alegre, como si tuviera una vida de parranda diaria y de hortensias en el jardín.
Toman juntas el café migado con pan duro, sentadas a la mesa; la muchacha repasando en voz alta la faena que tiene pendiente, la madre calculando en silencio cuánto tiempo más vivirá bajo su techo.
En la calle, un perro sin dueño sigue a Sonia camino de la parada del autobús, allí donde acaba la maraña caótica de la favela. Todos los días la acompaña un tramo. A veces consigue un mendrugo, la mayoría nada, como hoy. Dos paradas y llega al barrio residencial; tres cuadras más allá, a la mansión. La mucama abre la puerta de servicio, con los ojos aún somnolientos de la persona que duerme en una cama cómoda y no tiene prisa por madrugar.
Sonia va directa a la cocina, donde empieza  preparando los desayunos para la familia a la que nunca ha visto, continúa lavando a mano las sábanas de hilo, frotándolas con limón y tendiéndolas en el patio al sol para blanquearlas, fregando de rodillas las escalinatas de mármol y   abrillantando las bandejas de plata, donde los fines de semana se sirven manjares de los que ella ni siquiera conoce el nombre.
Por la tarde, el autobús de vuelta va cargado de hombres y mujeres que regresan a su vida con unas pocas monedas en el bolsillo, las justas para sobrevivir hasta el día siguiente; de niños que no han aprendido más allá de las primeras letras, lo justo para leer el nombre de sus ídolos en los carteles ajados del  último mundial; de adolescentes que serán desfloradas detrás de una tapia, de pie y sin preámbulos, con la dosis justa de amor para fundar una nueva familia; de muchachos que llevan encima su primera pistola, con la cordura justa para no vaciar el cargador sobre cualquier pandillero que les corte el paso; de viejos que esquivan a la muerte mendigándole un poco más de tiempo, el justo para mostrar a sus hijos el camino circular que seguirá recorriendo el clan, eternamente, hasta el final de los tiempos.






Relato enviado y aceptado para su publicación en el número 3 
de la revista digital El Callejón de las Once Esquinas