Sonia se levanta con cuidado de no despertar al niño, que duerme
en el catre a sus pies. João se revuelve en la cama, se ha pasado toda la noche
roncando e inundando la pieza de un hedor a cerveza barata y a cachaza a medio
digerir, gruñendo cuando el bebé lloriqueaba y ella lo tomaba en brazos para
darle de mamar. Sigue haciéndolo, aunque sus pechos están cada vez más vacíos,
porque le gusta notar el calor de su cuerpecito junto a ella. El resto del día
comerá yuca y batata cocida, con suerte algunas tiras de carne seca, hasta que
ella regrese por la tarde.
En el
cuartucho de las hijas, Sandra tiene un golpe de tos silbante, los últimos días
parece que está peor del pecho. Sonia la arropa con la manta raída, maldiciendo
el aire frío y húmedo del amanecer que se cuela por el ventanuco sin cristal .
Un mes hace ya desde que los chicos de la calle lo rompieron de una pedrada una
noche, para llamar la atención de Teresa y hacerla salir a la puerta en camisa
de dormir. Un mes pidiéndole a João que lo repare, sin ningún éxito. No se lo
reprocha. Desde que lo despidieron de la fábrica se pasa el día en la taberna y
ya ni siquiera la toca cuando ella se acuesta pegada a su costado, buscándolo para sentirlo
cerca.
Se viste casi
a oscuras en el baño porque otra vez se ha vuelto a fundir la bombilla del
techo, mientras escucha a Teresa canturrear, limpiando los cacharros de la
cena. Ella siempre está alegre, como si tuviera una vida de parranda diaria y
de hortensias en el jardín.
Toman juntas el
café migado con pan duro, sentadas a la mesa; la muchacha repasando en voz alta
la faena que tiene pendiente, la madre calculando en silencio cuánto tiempo más
vivirá bajo su techo.
En la calle,
un perro sin dueño sigue a Sonia camino de la parada del autobús, allí donde
acaba la maraña caótica de la favela. Todos los días la acompaña un tramo. A
veces consigue un mendrugo, la mayoría nada, como hoy. Dos paradas y llega al
barrio residencial; tres cuadras más allá, a la mansión. La mucama abre la
puerta de servicio, con los ojos aún somnolientos de la persona que duerme en
una cama cómoda y no tiene prisa por madrugar.
Sonia va
directa a la cocina, donde empieza
preparando los desayunos para la familia a la que nunca ha visto, continúa
lavando a mano las sábanas de hilo, frotándolas con limón y tendiéndolas en el
patio al sol para blanquearlas, fregando de rodillas las escalinatas de mármol
y abrillantando las bandejas de plata, donde los
fines de semana se sirven manjares de los que ella ni siquiera conoce el
nombre.
Por la tarde,
el autobús de vuelta va cargado de hombres y mujeres que regresan a su vida con
unas pocas monedas en el bolsillo, las justas para sobrevivir hasta el día
siguiente; de niños que no han aprendido más allá de las primeras letras, lo
justo para leer el nombre de sus ídolos en los carteles ajados del último mundial; de adolescentes que serán
desfloradas detrás de una tapia, de pie y sin preámbulos, con la dosis justa de
amor para fundar una nueva familia; de muchachos que llevan encima su primera
pistola, con la cordura justa para no vaciar el cargador sobre cualquier
pandillero que les corte el paso; de viejos que esquivan a la muerte
mendigándole un poco más de tiempo, el justo para mostrar a sus hijos el camino
circular que seguirá recorriendo el clan, eternamente, hasta el final de los
tiempos.
Relato enviado y aceptado para su publicación en el número 3
de la revista digital El Callejón de las Once Esquinas